En lo que mi vida transcurre, muchas cosas pasan, pero de repente no tengo tiempo para darme cuenta de ellas. O dar cuenta de ellas, más bien. Entonces, en lo que mi jefe revisa un par de cosas para que pueda seguir trabajando, narraré el escabroso acontecimiento que ha quedado en suspenso.
El viernes de la semana que terminó antes de la que acaba de pasar, o sea del 15 al 21 de diciembre para no crear confusiones temporales, postee que me quería morir porque la había regado.
Yo sentía que me iban a correr. Y no me corrieron, pero casi.
Lo que pasó, más bien, fue que me extendieron el periodo de examinación. Toing, golpe al ego.
Yo estoy contratado a prueba, y ese tiempo tendría que haber durado tres meses. Alrededor de estas fechas, tendría que haber firmando mi contrato de planta, si mi desempeño resultaba adecuado y todo eso.
En charlas anteriores, mi Jefito ya me había mencionado que dificilmente no me iban a contratar, porque aunque con algunas deficiencias corregibles, había demostrado que podía (¿puedo?) llegar a ser un buen reportero.
Hasta ese día. El Boss, al que pocas veces había visto así de molesto, me metió en un cuartito y luego de gritonearme un poco (mientras yo me apretaba un huevo para no llorar) me enseñó mi contrato y me dijo que iban a considerar, él y los jefes superiores, lo de la planta.
Bolas, perico. Tómala, barbón. Sóbese, que duele. (Se puede añadir aquí todas esas expresiones que, al menos yo, usaba en la primaria para burlarme de situaciones como ésta.)
Pues si. Llegó el lunes y me avisan que, por favor, bajara a Recursos Humanos. Mientras me dirigía hacia allá (que está del otro lado del edificio) sólo podía pensar en que una de dos, o me acababan de correr o me daban el definitivo.
Al final, ni el uno ni el otro. Estoy otro mes sin definitividad, y los beneficios que ello conlleva.
Lo único que me queda, realmente, es que tengo que trabajar más.